No era una espera ordinaria. El fragor del llanto, el grito de furia, el paroxismo catártico, se percibían, aunque distantes, inexorables. La espera, pariente de la esperanza, acaso mellizos, tenía un sabor ligeramente distinto, cálido, a lágrima salada. Angustia contenida. Catarsis largamente aplazada.
La plaza Lerdo susurraba en tono premonitorio la proximidad de un episodio sin parangón en la ciudad. Empero, sordos, como de costumbre, absortos en la dimensión intrínseca, extraños a los signos extrínsecos, se ignoraba el guiño de complicidad del recinto. Escépticos, aunque con efervescencia ascendente, los escasos concurrentes preguntaban con ahínco la ubicación exacta de la Caravana, el volumen del contingente, el ánimo de la multitud. De a poco, la plaza comenzaba a colmarse. Entre transeúntes curiosos –los menos–, asistentes atentos a la convocatoria y organizadores entusiastas, el festival artístico –prólogo a la recepción de la Caravana– se efectuaba sin demoras, con la venia de Tlaloc, felizmente ausente esa tarde: poesía, música latinoamericana, trova, jazz, títeres.
Stephane Hessel, después de su estridente irrupción en la Puerta del Sol (Madrid), hacía acto de presencia, aunque en letra impresa, en la plaza Lerdo: ¡Indignaos!, libro-insignia del escritor germano-francés, agotaba sus ejemplares en los puntos ambulantes de venta.
Los concurrentes, impacientes, calentaban las gargantas con consignas de bienvenida: “Xalapa/ se hermana/ con esta Caravana”; “No queremos balas/ no queremos sangre/ queremos universidades”. El público presente, alentado por un entusiasta animador, reconceptualizaba, con insuperable ingenio mexicano, los insultantes términos de la perorata oficial: así, la expresión nini (jóvenes que ni trabajan ni estudian), se hizo extensivo a todos los presentes, en un juego de palabras que reinterpretó el otrora término despreciativo con un ni nos callamos ni nos rendimos.
Finalmente, alguien en la multitud, cada vez más numerosa, anunció que la Caravana por la Paz con Justicia y Dignidad se acercaba. No pocos corrieron anticipadamente al encuentro. Ya para entonces, la noche, no el sol, caía a plomo. En el cruce de Xalapeños Ilustres y Enríquez, el contingente Xalapa, apreciablemente el más numeroso que ha reunido la Caravana en su accidentado trayecto por el sur, efectuaba una parada técnica: la marcha, orgullosa, lucía su pletórica reserva moral y humana ante las febriles ráfagas de los flashes.
Una vez alcanzada la plaza, las multitudes y la Caravana –férreamente custodiada por ciudadanos– convergieron vertiginosamente y se fundieron en un solo y ensordecedor clamor: “Xalapa, escucha, por tus hijos es la lucha”.
La primera víctima en tomar la palabra saludó al público agradeciéndole su asistencia, y visiblemente conmovida sostuvo: “Este es el mejor recibimiento que ha tenido la Caravana en su recorrido por el país”.
Uno a uno los familiares de las víctimas de la guerra subían al templete y narraban el horror vivido. Los testimonios de viva voz arrebataron el aliento del auditorio. El llanto se apoderó de la plaza, el grito de rabia cimbró los cimientos de los edificios colindantes. “Les vamos a dar una lección de dignidad a las autoridades”, espetó la hija de Joaquín Figueroa, padre de familia ejecutado por el ejército.
Catarsis colectiva. Consuelo. Esa noche, Xalapa ofreció a los caravaneros su “más bella flor”.
Alguna vez señaló el Subcomandante Marcos que “los crímenes contra inocentes encierran una triple injusticia: la de la muerte, la de la culpa y la del olvido”. Si bien esa noche los muertos no volvieron a la vida, cierto es que, desafiando el imperio de la impunidad, fueron liberados de la culpa y el olvido.
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